¡A TI LA GLORIA y EL HONOR POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS!
¡JESÚS ES EL SEÑOR y DUEÑO DE LA HISTORIA!
¡JESÚS ES EL DIOS DE TODO LO CREADO!
SALMO 67 (66)
“El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra.
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
La tierra ha dado su fruto,
nos bendice el Señor, nuestro Dios.
Que Dios nos bendiga; que le teman
hasta los confines del orbe.”
¡¡Qué SALMO!!
Y ¡¡CUÁN APROPIADO PARA VIVIR LA “LECTIO DIVINA” EN ESTA SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DE JESUCRISTO!!
“El Señor tenga piedad y nos bendiga” (v. 1). “Que Dios nos bendiga” (v. 8): La lectura «cristiana» de estos versículos, es decir, su alcance y comprensión a la luz de la plenitud de la Revelación, los convierten en hondos y luminosos. Una vez más, “leemos”, rezamos y vivimos este Salmo, en clave Cristológica.
Esa bendición de Dios se consuma en su Hijo Jesucristo, por medio del cual nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales.
Hagamos silencio contemplativo, en nuestra oración, para agradecer a Dios Padre estas bendiciones: en primer lugar, la bendición consistente en contemplarnos -antes, incluso, de la creación del mundo- como formando un solo cuerpo en la Persona de Cristo. Un cuerpo que llegará «al estado de varón perfecto, a la medida de la edad perfecta de Cristo». ¡Qué sublime predestinación! Después, la bendición consistente en realizar esta predestinación de una manera admirable: haciéndonos hijos suyos. ¡Qué excelsa dignidad! Finalmente, con y en su ASCENSIÓN, traspasando el tiempo y el espacio, tan fatídicos y mortales para el Hombre, llevándonos consigo y en Sí Mismo a una Plenitud y Trascendencia infinitas y nunca antes conocidas.
¡¡¡POR, CON y EN LA ASCENSIÓN: JESÚS HA “INCRUSTADO” EN LA SANTÍSIMA TRINIDAD A LA CONDICIÓN HUMANA!!! ¡¡¡JESÚS HA HECHO QUE TODO LO QUE ES EL HOMBRE y LO CREATURAL, “ENTREN” EN EL SENO TRINITARIO, “INJERTADOS” EN ESA COMUNIÓN DE VIDA y AMOR… PARA SIEMPRE, ETERNAMENTE!!!
¡¡¡NOS HA ABIERTO LA CERTEZA DE QUE EL CIELO ES PARA NOSOTROS!!!
Por medio de Cristo -de su Pasión, Muerte y Resurrección- podemos contemplar de nuevo el rostro del Padre. Somos re-creados, re-injertados, transformados esencialmente, en y por Jesucristo.
Recordemos esta antiquísima colecta sálmica: «Conociendo la tierra tus caminos, Padre santo, y todos los pueblos tu salvación, confesamos que Cristo es nuestro sendero y nuestra patria; por Él caminamos derechamente y llegamos a la más plena victoria; danos, pues, como regalo a Aquél que hiciste para nosotros salvación. Él que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.»
“Ilumine su rostro sobre nosotros” (v.2): San Agustín desarrolla su plegaria cristiana con estas palabras: «Ya que nos grabaste tu imagen, ya que nos hiciste a tu imagen y semejanza, tu moneda, ilumina tu imagen en nosotros, de manera que no quede oscurecida. Envía un rayo de tu sabiduría para que disipe nuestras tinieblas y brille tu imagen en nosotros … Aparezca tu Rostro, y si -por mi culpa-, estuviese un tanto deformado, sea reformado por Ti, aquello que Tú has formado.»
“La tierra ha dado su fruto” (v.3): Son varios los “Padres de la Iglesia” que, en el comentario a este versículo, nos ofrecen una interpretación concorde. ¡La Tierra!: La Virgen María, es de nuestra tierra, de nuestra raza, de esta arcilla, de este lodo, de la descendencia de Adán. La tierra ha dado su fruto; el fruto perdido en el Paraíso y ahora reencontrado. Esa tierra ha dado su fruto. Ese fruto es el Hijo de Dios, engendrado en María Virgen, parido por Ella y plenitud de la fecundidad de la Vida y Amor Trinitarios.
Primeramente, ha dado la flor: «Yo soy el narciso de Sarón y el lirio de los valles» (Cant. 2, 1). Y esta flor se ha convertido en fruto: fruto porque lo comemos, fruto porque comemos su misma Carne. Fruto virgen nacido de una Virgen, Señor nacido del esclavo, Dios nacido del Hombre, Hijo nacido de una Mujer, Fruto nacido de la tierra.
«Nuestro Creador, encarnado en favor nuestro, se ha hecho, también por nosotros, fruto de la tierra; pero es un fruto sublime, porque este Hombre, nacido sobre la tierra, reina en los cielos por encima de los Ángeles.»
Al rezar este Salmo en el día de la ASCENSIÓN, resuenan en mí las palabras de JESÚS, enviando a sus Apóstoles a misionar, para transmitir y compartir toda esta BENDICIÓN: «Id por todo el mundo: haced discípulos míos entre todas las gentes».
Jesús vivió profundamente en su conciencia este «universalismo» de Israel, y lo plenificó enviando a sus Apóstoles hasta «los confines de la Tierra». ¡Jesús debió recitar este salmo con gran fervor! Habrá repetido “que venga tu Reino universal, que se haga tu voluntad. Que los pueblos te aclamen, oh Dios, que te aclamen todos los pueblos».
Un Reino que es su Persona. Él es el «rostro» de Dios: La sonrisa de Dios a la humanidad. JESÚS es la “CARNALIDAD” de DIOS. ÉL es la respuesta inaudita a esta oración. El Dios invisible, el Dios «sin rostro», se hizo visible a nuestros ojos en el rostro humano de Cristo. Por eso, esto debe ser conocido entre todas las naciones. «Tú conduces las naciones sobre la tierra» (v. 5).
La tierra entera. El mundo entero. Todos los pueblos. Todos los Hombres. Esta visión amplia, cósmica, mundial, es muy moderna. Nunca como hoy se han traspasado las fronteras que separan los pueblos. Entramos cada vez más en la era de los viajes al exterior. El mundo entero llega a nuestra casa por todos los medios de comunicación actuales. La manera de vivir de otros pueblos, sus problemas se aproximan a nosotros. Al mismo tiempo se acentúan los sueños de paz universal y definitiva. «Que las naciones se alegren, que canten» (v. 5). Al hacer esta oración hoy, no podemos encerrarnos en nuestros pequeños universos particularistas o nacionalistas estrechos. Al contrario, este salmo contribuye a ampliar nuestros horizontes. Nos abre a un corazón universal.
Que las naciones se alegren, que canten. El Salmo nos habla de la búsqueda de la felicidad, de la fiesta. ¡Atrevámonos a orar así también: festiva y litúrgicamente! Atreverse a pedir a Dios, no solamente que cese el dolor, sino que aumente la felicidad y la alegría. Y si nosotros oramos para que los pueblos estén «alegres» y «canten»: ¿cómo podemos tener caras aburridas? La alegría es el gran secreto del cristiano. “Un santo triste es un triste santo.” Hagamos a aquellos que viven con nosotros la primera caridad, la caridad de la alegría y de la sonrisa. Que en nuestra evangelización ¡hagamos más felices a nuestros hermanos! Ésta también tiene que ser nuestra oración como MISIONEROS.
«Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe» (v. 8): pidamos que los que me conocen vean tu Mano en mí. Hazme feliz, para que al verme feliz se acerquen a mí todos los que buscan la felicidad y te encuentren a Ti, que eres la causa de mi felicidad. La verdadera fuente de la felicidad. Que, con mi persona y mi vida, te anuncie, y los Hombres de todas partes y de todas clases y condiciones, se enamoren de Ti. Muestra tu Poder y tu Amor en mi vida, para que los que vean, puedan verte sólo a Ti y alabarte a Ti.
«El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros: conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación» (v. 2 y 3): que todo el mundo te alabe. Si yo fuera un ermitaño en una cueva, podrías hacerme a un lado; pero soy un cristiano en medio de una sociedad, de hecho, muy pagana y atea. Me has elegido, sin ningún mérito mío, para ser misionero. ¡Bendíceme, guíame, ilumíname, y fortaléceme para que te conozcan, mi Dios y Salvador!
Bendíceme, Señor, bendice a tu Pueblo, bendice a tu Iglesia; danos a todos los que invocamos tu Nombre, una cosecha abundante de santidad profunda y servicio generoso, para que todos puedan ver nuestras obras y te alaben por ellas. Haz que vuelvan a ser verdes, Señor, los campos de tu Iglesia para gloria de tu nombre.
«La tierra ha dado su fruto, nos bendice el Señor nuestro Dios. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben» (v. 4): que todos los pueblos alaben a Dios. Todos. A ese DIOS DE y EN JESÚS.
El Salmista, nuevamente, nos abre a un inmenso horizonte, hasta abarcar a todos los pueblos de la Tierra. Tenemos que ser “ambiciosos” pastoralmente. El envío de Jesús no es para mediocres ni tibios ni timoratos.
Esta apertura universalista refleja el hondo y convencido espíritu profético de la época sucesiva al destierro babilónico, cuando se deseaba que incluso los extranjeros fueran llevados por Dios al monte santo. ¡Cuánto más, en clave Cristológica, podemos y debemos “leer”, rezar y vivir este Salmo! Es justamente JESÚS quien abraza, transforma y eleva a todos los Hombres, incluso a los “extranjeros”, ésos “periféricos” de la Gracia, ésos también pecadores. Porque la Persona y Misión del Redentor es abrazar a todos, sin ninguna distinción, y permitirles el grito-cántico liberador:
“¡Oh, Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben!” (v. 4 y 6).
En ese acto, en ese momento, los Hombres viven en ese TEMOR de DIOS, que luego se traduce en toda su vida: “¡Dios nos bendiga y lo teman todos los confines de la tierra!”(v. 8). Esta expresión no evoca el miedo, sino más bien el respeto, impregnado de adoración, admiración y amor, del misterio trascendente y glorioso de Dios.
Si “rumiamos” más íntima y puntillosamente el inicio y la parte final del Salmo, descubrimos el deseo insistente de la bendición divina: «El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros (…). Nos bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga» (vv. 2. 7 y 8). Estas palabras son como el eco de la famosa bendición sacerdotal que Moisés enseñó, en nombre de Dios, a Aarón y a los descendientes de la tribu sacerdotal: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm. 6, 24-26).
Pues bien, según el salmista, esta bendición derramada sobre Israel será como una semilla de gracia y salvación que se plantará en el terreno del mundo entero y de la historia, dispuesta a brotar y a convertirse en un árbol frondoso. Esa Semilla no es otra que CRISTO, implantado en la Historia y la Naturaleza Humana, fecundándolas, trascendiéndolas y transformándolas. Por eso el Salmo nos dice: “La tierra ha dado su fruto” (v. 7).
Los “Padres de la Iglesia”, partiendo del ámbito agrícola pasaron al plano teológico. Por ejemplo: Orígenes.
Éste aplicó ese versículo a la Virgen María y a la Eucaristía, es decir, a Cristo que procede de la flor de la Virgen y se transforma en fruto que puede comerse. Desde esta perspectiva «la tierra es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de Adán». Esta tierra ha dado su fruto: lo que perdió en el paraíso, lo recuperó en el Hijo. «La tierra ha dado su fruto: primero produjo una flor (…); luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra».
San Agustín, en su comentario al Salmo, identifica el fruto que ha germinado en la tierra, con la novedad que se produce en los Hombres gracias a la venida de Cristo, una novedad de conversión y un fruto de alabanza a Dios.
En efecto, «la tierra estaba llena de espinas», explica. Pero «se ha acercado la mano del escardador, se ha acercado la voz de su majestad y de su misericordia; y la tierra ha comenzado a alabar. La tierra ya da su fruto». Ciertamente, no daría su fruto «si antes no hubiera sido regada» por la lluvia, «si no hubiera venido antes de lo alto la misericordia de Dios». Pero ya tenemos un fruto maduro en la Iglesia gracias a la predicación de los Apóstoles: «Al enviar luego la lluvia mediante sus nubes, es decir, mediante los Apóstoles, que anunciaron la verdad, «la tierra ha dado su fruto» con más abundancia; y esta mies ya ha llenado el mundo entero».
Es el CRISTO TOTAL, el CRISTO GLORIOSO EN EL CIELO, el que nos regala una perspectiva universal y misionera, tras las huellas y el eco de aquella promesa divina hecha a Abraham: «Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Génesis 12, 3; 18, 18; 28, 14).
Es así que, toda la Humanidad y la Creación, podrán experimentar «la Vida» y «la Salvación» del Señor (v. 3). A todas las Culturas y a todas las Sociedades se les revela que Dios juzga y gobierna a los pueblos y a las naciones de todas las partes de la Tierra, guiando a cada uno (v. 5).
El Salmista nos coloca así, en el dinamismo central del Misterio de CRISTO y de la IGLESIA: abriéndonos a lo que luego nos dirá San Pablo, al recordar que la Salvación de todos los pueblos es el centro del designio amoroso divino:
«los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (Efesios 3, 6).
«Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Efesios 2, 13-14. 19).
He elegido también este Salmo, para orar en esta ASCENSIÓN, porque nos regala un mensaje muy actual, que implica superar odios y hostilidades y divisiones, para que todos los Hombres podamos sentarnos en la única Mesa, en el único Trono, en el único Reino, con la única Corona, y alabar al Creador y al Redentor por todas estas maravillas que nos ha regalado, y sigue regalando, hasta el Final de los Tiempos, cuando CRISTO consume el Alfa y el Omega con su Retorno.
¡Oh, CRISTO, elevado al Cielo: que te alaben los Pueblos!
¡Que todos los Pueblos te alaben!
Os deseo una fecunda “Lectio Divina” y una esperanzadora celebración y vivencia del Misterio de la ASCENSIÓN.
Hasta la próxima, amigos.